El mejor equipo del mundo, de Ancelotti tuvo una salida de purasangre en la Champions. Isco abrió el marcador, Cristiano firmó un hat-trick y Benzema un doblete. Se lesionó Casillas.
Hay quienes defienden la existencia de una teoría divina de la compensación. El enunciado es simple: cada regalo se compensa con un castigo. La simpleza prosigue hasta el tópico de las guapas tontas, los feos listos y los gorditos simpáticos. Cualquier ser humano racional les dirá que el argumento no se sostiene. Algo hay, no obstante. Observen a Casillas. Después de una década de prodigios, se ve perseguido por un año de catastróficas desdichas. Tan asombroso era lo anterior, como increíble resulta lo de ahora. Ayer, a los 56 segundos de su primer partido oficial como titular (238 días después), Iker se lesionó. Volaba la pelota y, al atraparla, Sergio Ramos impactó contra él. Fue un choque como tantos, inofensivo salvo que el golpe te hinque la aguja del vudú en el costado. Casillas todavía aguantó para repeler un disparo de Felipe Melo, pero en el minuto 13 (no podía ser otro) pidió el cambio. Así es la vida. El ángel que le acompañaba ha encontrado acomodo en el hombro Diego López como el loro de John Silver. Teoría divina de la compensación.
El incidente de Casillas tiene tanto peso específico como el resultado del partido, primer triunfo del equipo de Ancelotti en la presente Champions. El Madrid acostumbra a vencer, incluso a golear, pero no todos los días es testigo de posesiones maléficas.
Y conste que el partido no pintó bien hasta que Isco marcó el primer gol a los 32 minutos. Fue una acción desconectada del juego madridista (discreto hasta entonces) y sólo relacionada con el talento del muchacho (oceánico). Di María le buscó con un balón tan largo y tan alto que se asomó al Bósforo. Isco lo agarró como un niño un caramelo: controló con la zurda y remató con la diestra. Antes de que nos diéramos cuenta ya tenía el gol en la boca. Antes de que pronunciáramos la terrible pregunta (¿juega Isco hoy?), ya había abierto la caja fuerte.
A los turcos les dolió más la incomprensión que la puñalada. Hasta ese instante habían hecho lo que debían: presionar, robar y hasta percutir entre palos. Si no tuvieron premio fue por culpa, casi exclusiva, de Diego López. Al minuto de salir se encontró con un balón perdido en el área (lo paró el ángel). Al rato (ya caliente y ya solito) desbarató un cabezazo de Melo con una estirada prodigiosa. Parece mentira que un tipo tan alto pueda ondear como una bandera; pues lo hace.
El Galatasaray terminó de extinguirse cuando Drogba se lesionó después de ser embestido por Pepe. Tampoco pareció para tanto, pero algo se quebró en el interior de Drogba, quizá tantos años de merecidos triunfos. Otra vez la maldita teoría.
El Madrid que regresó del descanso tenía la confianza que le faltaba a su adversario. También contaba con el ingenio, con el hambre y con el armamento. Se habla mucho del infierno turco, pero todo el fuego del averno podría apagarse con la inocencia defensiva del Galatasaray.
Luego vino el aluvión. Benzema consiguió el segundo tanto en una contra y el gol recompensó su aplicadísimo trabajo en la presión. Cristiano hizo el tercero, al culminar una jugada de Di María y una asistencia de Isco. En la siguiente ola volvió marcar Cristiano, al aprovechar un rechace. El quinto fue una hermosa chulería: Cristiano (siempre él) apuntó a Muslera y asistió con el exterior del pie a Benzema. El sexto fue de escaparate: Cristiano tomó Constantinopla y clavó la bandera en las telarañas de Muslera.
El Madrid nunca había ganado en Estambul. Ningún visitante europeo había marcado jamás seis goles en el Ali Sami Yen (el tanto de Bulut maquilló muy ligeramente la humillación turca). Pero todas las rachas, buenas o malas, se rompen. Eso, aproximadamente, es la teoría divina de la compensación.